martes, 20 de marzo de 2012

¡Lobo! ¡Lobo!

-¡Lobo! ¡Lobo! ¡Ahí viene el lobo!!!!
El niño Pedro gritaba como un descosido. Su padre, su madre y su abuela, temieron tanto por el niño como por las ovejas que habían quedado a su cargo. El padre no lo dudó: agarró el rifle, que siempre estaba cargado por las dudas, abrió la puerta de una patada y fue decidido a alojarle una bala al animal entre los ojos. Cuando llegó a donde estaba el niño con las ovejas, con la adrenalina a tope y ya apuntando con el arma, miró en todas direcciones. No había más que ovejas, Pedro y extensísimas hectáreas de pasto muy verde.
Ningún lobo a la vista.
- ¡Pedro! ¿Dónde está el lobo? –preguntó su padre, todavía muy agitado-
- ¿El lobo? ¿Qué lobo?
-¡El lobo! ¡Te escuché gritar recién que había un lobo!
-Ah… sí, puede ser sí.
-Pero ¿Dónde carajo está entonces?? –el padre comenzaba a perder la paciencia-
-No… yo no sé, no sé.
-¡Pero será posible!
El padre de Pedro se dio media vuelta, enfurecido y maldiciendo. Entró a la casa casi empujando a su esposa y a la abuela de Pedro, que se habían quedado mirando en la puerta; tiró el rifle violentamente contra una pared y se sentó a seguir leyendo el diario.
Pedro, vagamente había percibido el enojo de su padre. Su abuela ya estaba entrando a la casa, mientras que su madre lo esperaba en la puerta. Pedro se acercó y le preguntó:
-Mamá, ¿papá se enojó?
-Y bueno…. Un poco si mi amor.
Pedro hizo un gesto de desconcierto.
-Pero… ¿Porqué?
- Es que papá te escuchó gritar “¡Lobo, lobo!” y pensó que venía un lobo que te iba a lastimar a ti y a las ovejas, y se asustó mucho… Esas bromitas no se hacen, ¿sabés?
-… ¿qué bromitas?
-Pedrito, ninguno de nosotros estaba viendo, ¡todos nos creíamos que venía un lobo de verdad! ¡Por un momento pensamos que estabas en peligro! Y salimos y nos encontramos con que era mentira… No lo hagas más, ¿sí?
-Pero mamá, si yo no…
-Bueno, tá, tá –lo cortó ella-. Vení, vamos para adentro que es un poco tarde y ya va a estar la comida en un ratito.
Pedro entró sin entender mucho, pero tampoco le importó tanto. Su padre lo miro todavía un poco enojado, y luego clavó los ojos otra vez en el periódico. Pedro siguió hasta su cuarto.
Al día siguiente, a la misma hora, todo estaba igual: todos estaban haciendo lo mismo; papá leyendo el diario, mamá lavando los platos, abuela en la mecedora y Pedro cuidando de las ovejas un rato. Cuando de repente…
-¡Lobo! ¡Lobo! ¡No, no! ¡Ahí viene el lobo, ayudaaaa!!!
Los gritos habían sido mucho más fuertes que el día anterior. Nuevamente, su padre se levantó de un salto, tiró el diario por ahí y en un solo movimiento seco y directo agarró el rifle, siempre cargado. Embistió la puerta corriendo y salió, extasiado.
-¡Una bala en el medio de la frente le voy a meter yo a ese lob…!
Se detuvo. Nuevamente, ovejas, Pedro, pasto… ningún lobo.
-¡Pedro! ¿Será posible? ¿Otra vez lo mismo de ayer?
-¿Qué pasa papá?
-¡No te me hagas el bobo! ¡Otra vez gritando lobo y acá no hay ningún animal más que estas ovejas esmirriadas y vos!
-¡Pero papá! ¡Si yo estaba acá tranquilo jugando a los aduaneros con las ovejas!
-¡Qué aduaneros ni qué ocho cuartos! ¡Que sea la última  vez que hacés esto o vas a ver en serio!
El padre de Pedro, al igual que el día anterior, volvió a casa furioso, tiro el rifle por ahí y se volvió a sentar a leer el diario. La madre de Pedro estaba nuevamente en la puerta mirándolo. Pedro no entendía nada. Vio a su madre.
-¡Mamá! ¡Si yo no…!
-Pedro, hablamos de esto ayer, ¿no? No son lindas estas bromas, ¿sabés? Porque nosotros te queremos mucho, y pensamos que viene un lobo de verdad y te va a hacer algo, ¡nos pones nerviosos al santo botón! Si seguís jorobando así, tu padre te va a retar de verdad.
-Pero mamá, yo no grité nada, ¡te juro!
-Pedrito ya te dije que no es lindo mentir. Aparte si seguís mintiendo así, un día vas a decir la verdad y nadie te va a creer. Dale, vamos para adentro que ya es un poco tarde para estar jugando afuera.
Al día siguiente, se repitió exactamente la misma anécdota, sólo que su padre esta vez, dio una mirada por la ventana, y al ver que, como de costumbre, no había lobo, se sentó y siguió leyendo. Y la semana entera fue toda igual. Pedro gritando “¡Lobo!” afuera, y sus padres y su abuela no le hacían caso, ya ni siquiera lo retaban.
Sin embargo, un día, dos semanas después de que Pedro hubiera comenzado con su bromita, las cosas en la casa andaban tensas. Los padres de Pedro habían tenido una fuerte discusión por la mañana, hasta se tiraron platos y cacerolas. La abuela se despertó gritando y quejándose de que no podía dormir tranquila, por lo que también se pelearon con ella. El único que quedaba al margen era Pedro, que estaba afuera “jugando a los aduaneros” con sus ovejas. Su padre, ya con bastante rabia acumulada por las previas discusiones y casi con ganas de matar a alguien, salió afuera a terminar unos trabajos de carpintería. Hacía todo muy rápido y con una notoria furia tanto en los ojos como en las manos. En un descuido, le erró a un clavo que estaba martillando y sin querer se dio de lleno en el dedo índice. Saltó hacia atrás sacudiendo la mano por el dolor. El martillo voló por los aires, y al caer le pegó primero en un hombro y después en el pié derecho. Las palabrotas salían a borbotones de la boca del hombre; encima que ya venía rabioso por las peleas de hacía un rato, se lastimaba trabajando. Las ganas de romper todo lo que encontrara a su paso para desquitarse ya eran casi incontrolables.
Fue entonces que se escuchó más alto que nunca, más alto que en las dos semanas anteriores:
-¡¡¡LOBO!!! ¡¡LOBOOO!!! ¡¡AHÍ VIENE, AHÍ VIENE!!! ¡¡POR FAVOR AYUDA, POR FAVOR!!! ¡¡EL LOBOOO!! ¡NOOOOO!!! ¡¡¡AHHHHH!!!
La gota que derramó el vaso. Como si no hubieran suficientes problemas, ese niño impertinente rompiendo las pelotas otra vez con sus bromitas estúpidas, y por si fuera poco, gritando como si se acabara el mundo. El hombre ya no pudo contener la rabia, corrió hasta donde estaba el niño, aún gritando como un desquiciado y se le fue encima.
-¡¡Guacho de mierda!! ¡¡La re putísima madre!! ¡¡Es que no aprendes más, mierda!! ¡¡Ahora sí vas a aprender, pendejo malcriado!!
El padre de Pedro lo abofeteaba como nunca en su vida, le daba cachetazos para acá y para allá, lo agarraba del cuello y lo agitaba, lo agarraba de la ropa, lo revoleaba para todos lados, lo tiraba al suelo y le seguía pegando. El chiquilín no podía zafar. Su madre, que había salido a ver qué era todo ese escándalo, vio al hombre dándole una paliza al niño y no lo dudó: volvió dentro de la casa, agarró la sartén más grande y pesada y salió de vuelta. Él no la pudo percibir, estaba muy ocupado apaleando al niño; ella le dio un sartenazo con todas sus fuerzas en el medio de la cabeza. Él, medio embobado por el golpe pero no demasiado, apenas se giró, la vio, y le dio una bofetada mientras decía:
-¡Salí de acá, yegua de mierda!
Acto seguido continúo propinándole la paliza a Pedro, su furia era interminable. Ella se recompuso en seguida y volvió al ataque.
La madre dándole de sartenazos al padre, y este apaleando al hijo, todo al mismo tiempo. Un policía montado que pasaba por ahí lo vio todo y se los llevó a los tres a la comisaría.
Los padres quedaron detenidos, iban a pasar un tiempito en la cárcel por violencia doméstica y maltrato infantil. Pedro, por su parte, había ido a parar al hospital. Los hematomas que le habían quedado eran bastante evidentes, pero además se le hicieron algunas placas para detectar posibles huesos rotos. Se las hicieron en todo el cuerpo, hasta en el cráneo y el cerebro.
El cerebro… había algo raro. Aparecieron unas manchas un poco raras. Después de un par de análisis, se le detectó esquizofrenia a Pedro. Los doctores atribuyeron a esto el hecho hasta el momento desconcertante de que el niño estuviera casi todo el día por todo el sanatorio deambulando gritando “¡Lobo! ¡Lobo! Ahí viene el lobo!”.

El desencuentro

Hacía bastante tiempo que le gustaba.
Hacía días, hacía semanas, hacía meses y años que le gustaba, desde que estaban en tercero de liceo. Le gustaba de verdad, a él le gustaba decir que estaba enamorado. El clásico inconveniente: nunca se lo había dicho. Desde la escuela siempre habían sido muy buenos amigos, pero en tercero de liceo, después del cumpleaños de quince de ella, él se terminó de convencer de que sentía algo más allá de la amistad. Y ahora, con diecinueve años, había decidido que era tiempo de dejar de esperar y confesarse de una vez por todas, para ver si había algo de suerte, aunque no se tenía demasiada fe.
Ocurrió una noche de agosto. Gabriel estaba volviendo del Centro a su casa en Buceo, en un ómnibus que iba repleto de gente. Había estado pensando en eso toda la tarde, y justo en la parada del ómnibus vio un graffiti que decía: “¿Hace cuánto tiempo que estás esperando?” Fue verlo y terminó de decidirse: esa noche se lo confesaría a Camila. Intentar verla en algún lugar para hablarlo cara a cara hubiera sido lo más recomendable, pero hacer que ella saliera de su casa siempre había sido un problema. Casi nunca la dejaban salir de noche, siempre alegaba que tenía una situación familiar complicada y que sus padres no la dejaban andar por ahí a cualquier hora. Nunca dio muchos detalles acerca de ello, no le gustaba hablar del tema. Por eso, y porque además sentía que tenía que hacerlo lo antes posible, Gabriel decidió que se lo diría a través del chat en cuanto llegara a su casa y prendiera la computadora.
Ni bien llegó se encerró en su cuarto y prendió la máquina. Conectó el internet y enseguida se conectó al chat. Camila también estaba conectada, cosa que no era inusual. Eran como las 9, y ella solía estar casi todos los días conectada desde las 7 en adelante.
Gabriel abrió una ventana de conversación con ella. No sabía bien qué decirle, cómo empezar, cómo terminar, por dónde arrancar, cómo hacerse entender sin ser demasiado sutil pero tampoco demasiado directo… en fin, le revoloteaban millones de ideas en la cabeza pero nada que pudiera concretar. Abrió un block de notas para ensayar su discurso. Pensó un poco y comenzó: “Camila, cómo estás? Quería decirte hace tiempo que necesito decirte algo…” No, puse “decirte” dos veces, demasiado repetitivo, pensó. Borró todo y lo intentó otra vez: “Camila, ¿todo bien? Mirá, sé que siempre hemos sido buenos amigos, pero hace tiempo que quiero confesarte algo importante…” No, demasiado directo, pensó mientras lo borraba.
Seguía pensando y vio que había un amigo conectado en el chat, Rodrigo. Él era uno de los pocos que siempre había sabido que Gabriel estaba loco por Camila, un amigo de confianza si los hay. Gabriel le habló por chat pidiéndole consejo.
-          Rodri,¿ todo tranqui?
-          ¿Qué haces che? ¿Todo bien? –respondió Rodrigo-
-          Bien de bien. Bo, escuchame, hoy me decidí… voy a confesarme con Cami.
-          ¿En serio? ¡Por fin loco, ya era hora!
-          Sí, de verdad que sí –Respondía Gabriel casi sin pensar y tecleando rapidísimo-, pero escuchame, necesito que me ayudes. No tengo idea de qué decirle, y se lo quiero decir rápido, pero tampoco siendo demasiado directo ¿viste? ¿Decís que me podes ayudar a pensar qué decirle concretamente?
-          Fa bo, ¡me matás! Ni idea, nunca me declaré a nadie… Pero supongo que si le decís tranquilo lo que has sentido todo este tiempo y sentís por ella, sin apurarte pero sin dar muchas vueltas tampoco… va a estar bien, y bueno, ahí ella te dirá lo que te tenga que decir.
-          ¡Es exactamente lo que pensé! ¡Pero no se me ocurre nada concreto que escribir! ¡Por favor dame una mano, bo!
-          De verdad te digo, no tengo idea… ¡Si no obvio que te ayudaba! No sé qué otro consejo darte que no sea el que ya te dije… Además de que seas muy sincero y auténtico, es decir, no trates de aparentar nada, sólo sé vos mismo.
-          Supongo que va a ser lo mejor si… Bueno, no sé, veré que le escribo y después te digo cómo me fue.
-          ¿Lo que “escribís”? ¿Se lo vas a decir por chat?
-          Sí, ya sé que no es la mejor forma, pero se lo quiero decir hoy, ahora y punto.
-          Esta muy bien bo. Bueno yo me tengo que ir. ¡Mucha suerte con eso che! Después contame.
-          Sí, obvio. Nos vemos, que pases bien.
Rodrigo se desconectó del chat, y armado con sus consejos aparentemente sabios pese a su evidente poca experiencia, Gabriel intentó nuevamente escribir algo para decirle a Camila. Se quedó como diez o quince minutos escuchando música y con el block de notas en la pantalla de la computadora, sin saber qué escribir. Tenía los ojos muy abiertos y estaba muy quieto: de verdad se lo notaba pensativo. A veces volvía a dirigir la mirada la pantalla y tecleaba algo, pero enseguida lo borraba y seguía pensando. En eso entró a su cuarto su hermano Daniel, un año mayor que él, para avisarle que la comida estaba pronta.
-          Gabriel, la comida esta pron…-Daniel vio a su hermano tan pensativo que tuvo que parar y preguntar- Che, ¿Qué te pasa?
-          Ah, Daniel… No nada, estoy pensando una cosa.
-          ¡Vos pensando! ¡Je, por fin!
Gabriel paró un segundo de pensar y miró a su hermano.
-          No jodas bo, esto es en serio.
-          Uh, ¿Sí? ¿Qué pasa?
-          …nada, una mina.
-          ¿En serio? Fa, me interesó –Daniel cerró la puerta del cuarto para que sus padres, que estaban en el comedor, no escucharan. Agarró un taburete y se sentó al lado de Gabriel-, contame, contame.
La relación de Gabriel y Daniel se parecía más a una amistad que a la de unos hermanos. Se llevaban tan solo un año, 10 meses y unos días para ser más exactos, y ya a esta edad nunca se peleaban. Hablaban de todo un poco el uno con el otro, entre otras cosas, de mujeres y amores.
-          Nada raro; Camila, una de mi clase, ¿te acordás que te conté?
-          Uh, ¿Seguís con esa? ¿Todavía no le dijiste nada?
-          En eso estaba pensando. Ya me decidí que le quiero decir, pero aún no sé exactamente qué decirle. Sé que tengo que ser sincero y auténtico, sé que no tengo que ser demasiado rebuscado ni demasiado directo, ni tan delicado ni tan… agresivo por así decirlo… Pero no tengo nada concreto.
-          Entiendo, lo que nos pasa a todos los hombres cuando nos vamos a declarar, digamos. Mirá, yo te diría que ya del arranque la prepares ¿viste? Yo sé que la mina es tu amiga de hace tiempo… así que podría ser algo tipo: “Cami, hace mucho que somos amigos, y yo aprecio esa amistad por encima de todas las cosas… pero hay algo que necesito decirte…” Algo así, ¿sacás? Como para que ya vaya viendo que hay algo más pero que a la vez vos la apreciás de verdad, ¿entendés?
-          En realidad, más o menos…
-          Claro, para que ella sepa que no sos un idiota que quiere acostarse con ella una noche o darle un pico y chau, sino que la querés de verdad ya desde la amistad que tenés con ella, es decir, más allá de si puede pasar lo que vos querés o no.
Gabriel pensó unos segundos.
-          Creo que más o menos entiendo… Bueno, ¿y después de eso qué?
-          Y bueno, después de eso supongamos que ella te dirá que se lo digas… y ahí vos se la tirás; como ya dijiste, tranquilo, sin apurarte pero sin rebuscarte. Le podés ir explicando... tipo “Hace mucho tiempo que somos amigos, pero en este último tiempo yo he empezado a sentir algo que va un poco más allá de la amistad…” Se me ocurre algo así, no sé. Ahí se va a ir dando cuenta supongo, es algo bastante deducible sin ser muy agresivo como dijiste vos.
Gabriel escuchaba con mucha atención, pensaba un poco y después respondía.
-          Ahí va… Sí, supongo que eso podría estar bien. Será pensarla un poco más, ponerme los pantalones y hacerlo de una vez por todas.
-          ¡Esa es la actitud, guacho! –Daniel le dio una palmada en la rodilla a Gabriel y se paró- Yo me voy a comer bo. Creo que ya te lo dije, está la comida pronta, si querés comé un poco y después encarás con eso. ¡Después decime como te fue!
-          Dale, muchas gracias che.
Daniel salió del cuarto y cerró la puerta. Gabriel se quedó muy pensativo mirando la puerta cerrada un minuto más o menos. Después de eso se levantó casi de un salto y fue hasta el comedor. Ya estaban sus padres y su hermano comiendo, él dijo que estaba haciendo algo importante en la computadora y que se iba a llevar la comida a su cuarto. Se sirvió un poco de fideos con tuco en un plato, agarró cubiertos y volvió a su cuarto. Se sentó y puso el plato al lado del escritorio de la computadora, y mientras empezaba a comer puso música e intento seguir pensando qué decirle a Camila. Ella seguía ahí conectada, la ventana de chat seguía abierta y también seguía vacía, aún no se habían dicho nada. Gabriel volvió a ensayar su discurso en el block de notas que tenía abierto, teniendo en cuenta las recomendaciones de su hermano. De verdad le habían servido, no obstante él siempre había sido muy indeciso y le costaba escribir algo que le convenciera del todo.
Ya se estaba poniendo un poco tarde, teniendo en cuenta que al otro día había clases. Eran más de las diez, la ventana de chat seguía abierta y también vacía, y Gabriel seguía sin una sola idea. Sabía que tarde o temprano Camila abandonaría el chat, así que tenía que apurarse si quería que fuera hoy. Casi ni lo pensó y le escribió:
-          Camila, ¿estás ahí? Necesito decirte algo muy importante, espero que tengas un ratito para hablar conmigo… es algo de nosotros dos.
Terminó de escribirlo y lo mandó. Ahora la ventana de chat ya no estaba vacía, estaba el mensaje de Gabriel. Lo miró un segundo y en seguida pensó: “Mierda, me parece que fui demasiado directo…” Gabriel estaba nerviosísimo: le temblaba mucho el pulso, tenía los pies cruzados y los dientes muy apretados, el corazón le latía rapidísimo. No quitaba los ojos de la pantalla, y cuando el chat le advirtió que ella estaba escribiendo, su nerviosismo se duplicó, se triplicó, se quintuplicó; en fin, subió mucho.
Entonces sucedió. Cuando Gabriel estaba en su pico de ansiedad al ver que Camila estaba a punto de responder, ella se desconectó. Gabriel se quedó unos segundos mirando la pantalla totalmente petrificado, como incrédulo…. Hasta que reaccionó. Levantó los puños bien alto y golpeó con rabia el teclado varias veces, volaron algunas teclas.
-          ¡La puta madre! –decía ahogando gritos- ¡Seguro que ya sabía o se lo veía venir o alguien le dijo! ¡Yo sabía que me iba a esquivar, estaba seguro! ¡Trola de mierda!
Gabriel le dio un último golpe al teclado antes de apoyar los codos en el escritorio agarrándose la cabeza con las manos. Por sus mejillas ya deslizaban las primeras lágrimas. La furia y la impotencia que sentía eran increíbles, nunca se había sentido así. No creía poder volver a mirar a Camila a los ojos. Sabía que tal vez estaba siendo demasiado dramático, pero su autoestima y su confianza en sí mismo eran demasiado bajas como para pasar por alto lo que acababa de pasar. Lloró un largo rato, estaba seguro de que Camila se lo había visto venir y simplemente lo esquivó. No había nada que hacer.
Paralelamente a esto, lejos de la casa de Gabriel, en el barrio Ciudad Vieja, desde una casa bastante precaria se escuchaban gritos y golpes fuertes. Un grito de mujer muy fuerte, luego un azote, muebles golpeándose y un vidrio rompiéndose. Un vozarrón masculino fuerte, denso, imperante, gritando como loco. Una joven de unos diecinueve años intentaba zafar mientras su padre intentaba abusar sexualmente de ella. Ella pateaba, lanzaba puñetazos, mordía, arañaba, gritaba, hacía todo lo que podía para escapar. En el medio de la lucha logró darle a su padre una fuerte patada en la cara. En ese momento, escucho una breve alarma desde la computadora, que estaba prendida en su cuarto. Fue a ver qué era y se encontró con que alguien le había hablado en el chat: era el chico que a ella le gustaba hacía ya unos cuatro años pero a quien nunca se le había declarado. Y parecía, justamente, que él iba a declararse. La emoción para ella fue incontenible, tanto así que instantáneamente olvidó que en el comedor estaba aún su padre, probablemente buscándola para nuevamente intentar violarla salvajemente. Comenzó a escribirle a ese chico tan especial, cuando inesperadamente, su padre cayó sobre ella con una fuerza brutal, como si un meteorito hubiera aterrizado sobre ella. Cayeron los dos sobre la computadora destrozándola; ella se quedó sin responderle a su chico. Su padre enfurecido y enloquecido, no perdió tiempo y comenzó a abusar de la chica en el mismo lugar donde habían caído, encima de los restos de la computadora y el escritorio de la misma. La chica agarró un parlante de la computadora y golpeando repetidas veces a su padre en la cabeza intentó apartarlo, hasta que este se enfadó del todo y sacó un cuchillo de carnicero de un bolsillo y degolló a la indefensa chica, para concluir en paz con el violento, salvaje y morboso acto.
Sus últimas palabras antes de que él terminara de asesinarla, casi incomprensibles y entre sollozos fueron:
-          ¡Gabriel! ¡No! ¡Le tengo que contestar a Gabriel!

Formato incompatible

Desde que tenía más o menos doce años, Adrián siempre ocupaba sus ratos libres recorriendo las calles. En esos tiempos de juventud, todavía lo hacía con un grupito de amigos. Eran cuatro o cinco más o menos, sin contarlo a él; salían, se tomaban un ómnibus que los dejaba más o menos en el centro de Montevideo y de ahí arrancaban a recorrer: la calle 18 de Julio, el barrio Pocitos, Punta Carretas, Parque Rodó, Palermo, Barrio Sur, hasta algunas partes de la Ciudad Vieja. Caminaban por varias calles de cada barrio, iban conversando entre ellos, riéndose de alguna ocurrencia, contándose anécdotas…. Cada día intentaban meterse por una calle nueva y así nunca se aburrían, salían casi todos los días. Paraban en las vidrieras de los comercios, se metían a los shoppings, vichaban en las disquerías y hasta a veces en las tiendas de ropa; paraban dos por tres en algún kiosco a comprar algo para tomar o en algún supermercado para comprarse algo para comer. Se sentaban en cualquier plaza, comían y bebían un poco y seguían dándole a la pata por toda la ciudad. Así estaban dos o tres horas hasta que se aburrían o se cansaban un poco, ahí caminaban hasta la parada de ómnibus más cercana y se volvían todos juntos ya que vivían todos en el mismo barrio.
Aquel ritual casi cotidiano duró más o menos siete años: desde los doce hasta los diecinueve más o menos un grupo de gurises saliendo a dar vueltas por el centro de Montevideo. Fueron llegando algunas cosas y otras se fueron yendo: Mario, uno del grupo, empezó a llevar a su novia a esas salidas; Camilo llevó la guitarra por un buen tiempo, así cada vez que paraban en una plaza tocaban algo; hubo una época en la que Germán siempre caía con algo para comer; cuando cumplió los diecisiete  a Arturo siempre se le daba por comprar cerveza o cualquier bebida alcohólica, cosa que a la mayor parte del grupo no agradaba mucho... en fin, fue un grupo que fue cambiando bastante en hábitos y costumbres, la única que nunca cambio fue la de la caminata.
Así como el tiempo trajo cosas nuevas, también se las fue llevando: cada vez el grupo era más reducido.
Era un tiempo de cambios: mientras este grupo de chicos recorría las calles casi todas las tardes, la mayoría de las personas se comunicaban entre ellas, hablaban, trabajaban, estudiaban, compartían chistes, anécdotas, alegrías y tristezas, se visitaban, se saludaban, se besaban y hasta se tocaban… todo a través de internet. Las redes sociales estaban más avanzadas que nunca, y permitían a todo el mundo hacer casi todo casi sin tener que moverse de los asientos delante de sus computadoras. Ya no era necesario ir al supermercado a comprar algo, se podía encargar por internet y la orden llegaba por una especie de fax de objetos; ya no era necesario ir a visitar a alguien a su hogar, las videollamadas permitían tocar, olfatear y hasta saborear lo que se veía a través de la pantalla; ni siquiera era necesario salir a pasear, la altísima resolución proporcionada por Google Earth permitía a uno recorrer las calles en tiempo real con una definición casi mejor que la de la realidad misma… en fin, las computadoras lo habían sustituido casi todo. Tal vez el pequeño ritual del grupo de adolescentes podría parecer algo muy común, sin embargo, para la época en la que se encontraban, esos paseos eran una de las cosas más atípicas que podían verse en las calles de  Montevideo. Ya el hecho de ver gente en la calle empezaba a ser algo raro, todos estaban en sus casas pegados al monitor. No era necesario salir, ni siquiera por placer: las caminatas del grupo eran un acto casi cavernícola para el desarrollo tecnológico que se vivía.
La tecnología tardó menos de siete años en apoderarse de casi todo el mundo: hasta los indigentes tenían unas especies de refugios en donde se les daba comida, abrigo, y, por supuesto, conexión a internet las 24 horas. Fue así que durante esos siete años de salidas, el grupo se fue reduciendo, siendo los integrantes progresivamente absorbidos por la casi inhumana comodidad ofrecida por la internet . Mario fue el primero en dejar de salir para internarse frente a la computadora las 24 horas del día, cuando todos en el grupo tenían dieciséis años. Camilo fue el siguiente, en el mismo año, quien se dedicó casi exclusivamente a dar conciertos de guitarra para todo el mundo a través de videollamadas internacionales. Luego de su incursión en el alcohol, Arturo, casi a sus dieciocho años, abandonó el grupo y lo cambió por la computadora, ya que había descubierto que podía ordenar litros y litros de cerveza y vodka a través de internet. Germán fue el primero en cumplir diecinueve, le llevaba aproximadamente cinco meses a los que quedaban (Adrián y Ernesto, que se había unido a las salidas a los quince años). El día después de su cumpleaños se vio obligado a abandonar el grupo, ya que su madre había sido internada por un cáncer, y él se pasaba el día entero comprando medicamentos por internet o teniendo videoconferencias con el hospital para poder “visitar” a su madre.
Pasaron esos cinco meses, Adrián y Ernesto tenían ahora diecinueve años. Las salidas se habían espaciado bastante, ya no era como al principio que salían casi a diario: ahora se daba como mucho cuatro veces al mes.
Sucedió una tarde de otoño. Fue una salida bastante larga en la que participaron, como venía siendo usual, sólo Adrián y Ernesto. Ernesto vivía en Malvín y Adrián en Buceo, por lo que se tomaban ómnibus distintos y en paradas diferentes. Había llegado la hora de despedirse, cada uno a su parada; pero cuando Adrián le tendió la mano a Ernesto, este lo miró pensativo y no se movió.
              - ¿Qué pasa bo? –preguntó Adrián.-
-No sé bo… es medio complicado esto… pasa que…
-Dale, ¿estás bien Ernesto? En serio, decime qué pasa, te veo raro.
Hubo un silencio muy tenso.
-          Pasa que no podemos seguir con estas salidas bo. Yo al menos no puedo, te soy sincero –dijo Ernesto con decisión pero aún algo cabizbajo-.
-          ¿Eh? ¿Me estás jodiendo? No me digas que…
-          Sí, sí te digo que.
-          ¡La puta madre! ¿Vos también con las computadoritas Ernesto?
-          Sí Adrián. Las computadoritas.
-          ¡No te puedo creer! ¡Lo único que me faltaba! Si había alguien que yo estaba seguro que no iba a ser absorbido por esa pelotudez eras vos, ¡y ahora me venís con esto!
-          ¡Pará un cacho Adrián, escuchame! El país está para otra, ¿entendés? El mundo entero está para otra. Nadie sale ya de su casa, no es necesario, ni siquiera para pasear como hacemos nosotros, ¿te das cuenta? Podría no existir la vereda ni la calle que ya nadie se daría cuenta. Nosotros acá afuera, parados y discutiendo cara a cara somos unos bichos raros.
-          ¿Y porque todo el mundo esté para esa de la internet vos tenés que caer en lo mismo Ernestito? ¡No me jodas loco! ¡Te me fuiste con el rebaño!
-          ¡Bo, Adrián, pará un poquito y mirá a tu alrededor! ¿No ves que todo está cambiado? Vos salís desde los doce años, supongo que te habrás dado cuenta. Antes nos parábamos a mirar en las disquerías, en los shoppings, parábamos en el supermercado a comprar una Coca o unas papitas, nos sentábamos en la plaza a tocar y nos tiraban alguna moneda… Ahora todo eso no existe ¿entendés? ¡No hay supermercados en la calle ni disquerías ni shoppings ni escuelas ni nada, porque TODO se puede hacer por internet! No hay gente en la calle, no andan los semáforos porque no hay autos, ni peatones, nada, ¡NADA! Todo lo que había antes en la calle ya no hay porque no es necesario porque no hay vida en la calle ¿entendés loco? Ni siquiera pendejos jugando a la pelota o a la escondida, para juegos existe la PlayStation; está todo muerto, no hay diferencia entre la calle y un cementerio.
Adrián pensó unos momentos. Se acordó de cómo era la calle a los doce años. Todavía había gente, autos, negocios, y todo eso. Ahora nunca se veía un alma ni siquiera por 18 de Julio que antes siempre estaba hasta las manos. Ni siquiera ladrones había, la ciudad era como un desierto enorme, pero lleno de edificios y lugares que alguna vez supieron estar abiertos cuando la gente salía a la calle, pero ahora que no era necesario, todo estaba cerrado, muerto, casi tétrico. Adrián no lo podía concebir y siguió:
-          Sí, yo sé que tenés razón. Pero, ¿por qué nosotros no podemos ser el ejemplo? Tarde o temprano alguien se va a dar cuenta de que por ahí todavía andan dos desenchufados, ¡y algo va a pasar, digo yo! ¡Alguien nos tiene que dar bola, seguro que la gente vuelve a la calle si ve que quedamos algunos que aún nos acordamos de cómo era la vida antes!
-          ¡Pero no me jodas, Adrián! ¿A vos te parece de verdad lo que estás diciendo? ¡A nadie le importa, si alguien nos llega a ver, nos van a ver como cavernícolas, como inadaptados a los tiempos que corren! Más te digo, ya ni siquiera creo que te vayan a ver, porque el otro día en el noticiero anunciaron que la intendencia va a desmontar todo el alumbrado público de todo el país.
-          ¿Qué? ¿Por qué?
-          Y porque no se necesita Adrián, ¡si no hay nadie en la calle! Aunque sea poca, la energía que gastan esos focos se puede utilizar para los routers de cada barrio y para las computadoras de la intendencia. Así que la semana que viene van a arrancar las obras, van a desinstalar todo y la calle va a quedar totalmente oscura.
-          No te puedo creer… ¡¡Hasta que punto hemos llegado, por Dios!! Es increíble…
-          Creélo Adrián, son los tiempos que nos tocaron vivir, te gusten o no. Yo me voy a casa bo, ya es tarde.
-          ¿No vas a salir más entonces?
-          Creo que ya te quedó claro Adrián. Nos vemos por videoconferencia un día de estos –Ernesto le tendió la mano a Adrián, con una leve sonrisa-.
-          ¡Andate a cagar vos y tu video mierda, Ernesto! ¡No pienso tocar una puta computadora ni con un palo!
Adrián se dio media vuelta y se fue caminando hacia su parada, en dirección contraria a la de Ernesto. Ernesto se quedó mirándolo hasta que lo perdió de vista, Adrián en ningún momento miró para atrás: estaba furioso. Luego de unos minutos, Ernesto se dio media vuelta y se fue a su parada. Dado que nadie andaba ya por las calles, el transporte público se desarticularía la semana entrante junto a las obras del alumbrado público. El 60 destino Portones que se tomó Ernesto para volver a su casa fue el último 60 en recorrer las calles Montevideanas. El 144 destino Cementerio del Norte que se tomó Adrián también fue el último de su línea.
Adrián siempre había sido un renegado total de la tecnología, y se había sentido defraudado con la elección de Ernesto de volverse un “ratón electrónico” como Adrián solía llamar a las personas que se lo pasaban todo el día frente a la computadora. Todo su barrio, todo el país, todo el mundo, según el criterio de Adrián, podrían ahora ser llamados “ratones electrónicos”. Antes eran una minoría, ahora prácticamente no quedaba quien no hubiera sucumbido a la comodidad de internet. Ahora el raro era Adrián.  
Pero la separación de Ernesto no fue una desmotivación para Adrián, al contrario. Ahora, él solo, y como venía haciendo desde que tenía doce años, comenzó a salir todos los días sin falta, como si se tratara de un trabajo, una obligación. Como Ernesto se lo había advertido, para la semana siguiente la intendencia ya había desmontado todo el alumbrado público, y la calle estaba totalmente oscura. Era una oscuridad espesa, casi impenetrable, ya ni siquiera se veían faros ni luces de cruceros en el río, no había nada que alumbrara el exterior que no fuera alguna ventana abierta de una casa o apartamento. Tampoco había ómnibus ni taxis, por lo que Adrián se vio obligado a salir siempre caminando y con una linterna. Ahora caminaba desde Buceo hasta los barrios que solía recorrer, por lo que sus caminatas se hicieron más largas en duración. Durante otoño e invierno, cuando regresaba ya había caído el sol, para lo cual tenía la linterna. En cambio, durante primavera y verano más que nada, el sol se ocultaba bastante tarde (como a las nueve o diez), y la linterna no era necesaria casi.
Al igual que antes, el tiempo pasó y fue trayendo y llevándose cosas.  Adrián siguió viviendo en la casa de sus padres, con su padre, su madre y su hermana menor. La desconexión total de Adrián con el mundo cibernético le impidió conseguir un trabajo, por lo que Adrián nunca abandonó la casa de sus padres. Sus padres, no del todo convencidos con la corriente propuesta tecnológica, respetaron siempre la decisión de su hijo; no obstante, ellos también trabajaban, ordenaban comida y visitaban a conocidos a través de las computadoras, cosa que a Adrián obviamente nunca le agradó mucho, pero en general la relación con sus padres siempre había sido buena.
Tamara, la hermana de Adrián, al cumplir los 26 años ya estaba recibida de psicóloga y atendía a sus pacientes a través de una consulta virtual por video conferencias. Su carrera iba muy bien y a dicha edad ya había reunido el dinero suficiente para mudarse a una casa propia junto con su novio. Por su parte, Adrián, a sus 31 años, no tenía trabajo ni ningún título ni estaba estudiando absolutamente nada. Lo único que hacía era caminar por la ciudad fantasma y volver a casa para comer, dormir y charlar con sus padres. Estos últimos, más bien despreocupados, nunca presionaron a Adrián para que lograra algo como lo que había logrado su hermana; por el contrario siempre lo mantuvieron económicamente sin reprocharle absolutamente nada. Una indiferencia probablemente producto de la apatía causada por el creciente interés de los progenitores de Adrián en la tecnología, en donde valía más el encuentro a través del chat o la videollamada que el cara a cara real, cosa que ya ni se daba.
Pasaron más años, la caminata ya era la pasión convertida en locura de Adrián. Caminaba absolutamente todos los días sin excepción, como si esperara que algo cambiara, como si esperara que sus pasos ininterrumpidos hicieran cambiar al mundo de rumbo y girar al revés, cosa que obviamente era una utopía. La madre de Adrián murió pocos días después de que él cumpliera cuarenta y siete años. Ella había estado un mes internada con un cáncer y Adrián puso al hospital en el que se encontraba dentro de su recorrido habitual para visitarla a diario. Su padre la visitaba también a diario a través de videoconferencias, y ella le rogaba a Adrián que hiciera lo mismo, pero él se negaba. Adrián quedó solo con su padre, que lo siguió manteniendo unos años más, hasta su muerte, cuando Adrián tenía ya cincuenta y tres. Adrián cobró el seguro de la muerte de su padre, un dinero que le daba para vivir un tiempito sin tener que trabajar.
Ahora sí que Adrián estaba solo y desorientado. Tenía plata para un tiempo, ¿pero después? No tenía quien lo mantuviera y no tenía idea de cómo comunicarse con alguien que pudiera ayudarlo, como su hermana, o Ernesto, o alguno de sus antiguos amigos de caminatas por la ciudad.
No le quedó otra. Fueron días difíciles, pero Adrián comenzó a aprender a manejar la computadora. En un mundo que ya hacía alrededor de cincuenta años que venía manejando avances tecnológicos que parecían salidos de un libro de ciencia ficción, Adrián no tenía ni idea de cómo prender la máquina siquiera. Se guío básicamente por lo que había visto hacer a sus padres y su hermana los últimos cuarenta años, y le costó bastante, pero no le fue tan mal después de todo. Para la primera semana, ya había conseguido prender la computadora sin romper nada ni recibir choques eléctricos. Después el acceso a internet y todos sus derivados sí que le costaron bastante. Como no tenía idea de cómo hacerlo, estuvo un mes sin ordenar nada de comida, sobreviviendo con el dinero del seguro de su padre y cosas que habían quedado en la heladera. Ya casi no salía a caminar, se pasaba todo el día intentando suplir sus necesidades básicas con la computadora, ya que no tardó mucho en darse cuenta que si no aprendía por lo menos a ordenar comida por internet, se iba a morir de hambre en menos de un mes. Luego de varios días sin éxito, a Adrián se le ocurrió revisar unos cajones con manuales de informática que sus padres habían comprado, cuando recién empezaba la locura de la tecnología. En el cajón encontró varias cosas que ni sabía que existía: una foto de sus padres cuando eran jóvenes, los boletines de calificaciones de su hermana, un disco de una banda viejísima… y los manuales. Los sacó. Pero abajo había algo más que le llamó la atención: un revolver con una bala… también lo sacó y lo dejó por ahí, al lado de la computadora. Con todo el contenido del cajón desparramado a su alrededor y los manuales en la mano, Adrián se sentó a “estudiar”. Realmente le costaba bastante, y le costó otra semanita más aprender a ordenar comida, una semana en la que casi se muere de hambre.
Habiendo aprendido eso, cerró el manual y lo dejó por ahí. Pasó dos meses sobreviviendo con la plata que quedaba del seguro de su padre y continuó con sus largas caminatas, pero no pasó demasiado tiempo antes de que se empezara a sentir muy solo. Podría decirse que hacía ya casi cuarenta años que estaba solo, pero no era lo mismo regresar a casa y encontrarse a toda su familia que regresar y no tener a absolutamente nadie, cosa que además significaba que sus días estaban contados, dado que su sustento económico era limitado. Adrián comenzaba a enloquecer. Había pasado ya más de dos meses solo y sin pronunciar ni una sola palabra, ya casi se había olvidado de cómo sonaba su voz. Para solucionarlo, un día comenzó a hablarle a la pantalla de la computadora. Estuvo así casi dos horas, cuando en un momento de distracción volvió a ver el manual. Casi sin pensarlo, lo agarró y lo ojeó un poco. Pasó las páginas rápido, sin leer, hasta que llegó al capítulo “Redes Sociales”. Ahí leyó que básicamente, las personas utilizaban las redes sociales para comunicarse entre sí. Más aún, el capítulo explicaba cómo hacerse una cuenta en Facebook, Twitter y Tumblr. Adrián se entusiasmó bastante. En realidad lo que más quería era encontrar a alguien, (como a su hermana, por ejemplo) que pudiera mantenerlo económicamente o ayudarlo a conseguir algún trabajo simple; no obstante la idea de no estar solo también lo entusiasmaba, pero no tanto como lo anterior. Ahora que tenía un dominio más o menos pasable de la internet, a Adrián no le costó demasiado crearse un perfil en Facebook, Twitter y Tumblr. Se pasó la tarde creándolos, y la página que más le atrajo fue Facebook. Tal y como lo decía en el manual, Adrián buscó a algunas personas que recordaba y las agregó, además de unas cuantas más que no conocía pero agregó igual. Esa noche se acostó a dormir segurísimo de que cuando se despertara, al otro día, tendría montones de amigos en Facebook que se acordaban de él y peticiones de amistad de gente que estaba ansiosa por conocerlo. Lo cierto es que al día siguiente, al despertarse, prendió la computadora, abrió su perfil en Facebook y no encontró absolutamente nada. Nadie que quisiera ser su amigo, ninguna solicitud de nada, nadie que lo hubiese aceptado como amigo, nada, nada. Adrián se decepcionó y se desesperó un poco. Comenzó a buscar más gente que nunca en su vida había visto y los agregó a todos, y salió a caminar el resto del día para tranquilizarse. Cuando volvió, nadie lo había aceptado. De la rabia, le pegó un puñetazo a la pantalla y dejó caer algunas lágrimas. Estuvo un momento en silencio y furioso, y después se recompuso, levanto el monitor y lo puso en su lugar. Apagó la computadora y se fue a dormir.
Fue un mes bastante largo. Adrián se unía a cada red social que encontraba en internet y agregaba montones de amigos, pero nadie lo aceptaba. Y es que habían pasado ya casi cuarenta años desde la última vez que Adrián había visto a su último amigo, Ernesto, aquella tarde de otoño. Desde esa vez, cuando tenía diecinueve años, hasta ahora, que tenía cincuenta y tres, Adrián había estado totalmente desconectado de absolutamente todo el mundo. Sólo había tenido contacto con su familia, y ahora sus padres estaban muertos y su hermana quién sabe dónde. Todo eso, sumado a que casi no tenía amigos que no fueran los de las salidas, convertía a Adrián en un pedacito de nada sumergido en el océano más grande que uno se pueda imaginar. Absolutamente nadie se acordaba de él, nadie reconocía ya su existencia gracias a que años atrás se había negado totalmente al mundo informático. Adrián en la internet era como un dato que la computadora no logra leer, como un archivo que no se puede importar a determinado programa porque su formato no es compatible.
Cierto día, después de una larga caminata, Adrián volvió a casa y encendió la computadora, como siempre. Y también como siempre, lo primero que hizo fue entrar al Facebook para ver si ya tenía algún amigo. Había agregado a miles, centenares de personas, incluido a Ernesto, a quien había agregado el día anterior. Nadie, pero NADIE, lo había aceptado. Adrián miró con rabia contenida la pantalla. Se quedó así unos segundos, hasta que estalló.
-          ¡Pero la reputísima madre que lo parió! ¡¿Para qué carajo aprendo a usar toda esta mierda de las computadoras si no puedo tener un puto amigo?! ¡Siempre tuve razón, todo esto no sirve para una mierda!!
Desesperado y con lágrimas en los ojos, Adrián miró hacia todos lados, como buscando algo. Vio el revólver y no lo pensó: se lo metió adentro de la boca y apretó el gatillo. Había una sola bala en el tambor y justo no estaba en posición cuando Adrián disparó. Lo volvió a intentar más veces desquiciadamente, fue como una ruleta rusa para un solo jugador. Apretó varias veces hasta que la bala salió y le voló los sesos. La pantalla del monitor, que mostraba el perfil de Facebook de Adrián sin un solo amigo, ahora estaba casi toda roja.
Mientras tanto, del otro lado de la ciudad, un tipo de cincuenta y tres años, un tal Ernesto, tenía problemas para encender su computadora desde el día anterior. Al fin había podido, y lo primero que hizo fue abrir su Facebook. En las solicitudes de amistad leyó: “Adrián García quiere ser tu amigo”
-          ¡Adrián! ¡No lo puedo creer, lo voy a aceptar!
Ernesto aceptó a Adrián. En la pantalla toda roja de sangre de la computadora de Adrián apareció una nueva manchita roja: una notificación del Facebook que decía: “Ernesto Barboza ha aceptado tu solicitud de amistad”. Inmediatamente Ernesto le habló a Adrián a través del chat de Facebook:
-          Adrián! Así que seguís vivo, ¿eh? Jeje, cómo andás?

Un dolor quita otro dolor



Ramón siempre tenía sus dedos llenos de padrastros. Nunca supo bien por qué, pero toda su vida fue costumbre tener esa zona abajo de las uñas toda despellejada. Se los arrancaba, se los mordía… casi nunca los cortaba.

Aquel día estaba por salir a la calle y como siempre, se llevaba su mochila. La estaba cerrando, y cuando terminó, sin darse cuenta, uno de sus molestos padrastros se quedó enganchado con el cierre, entonces cuando sacó la mano, sin mirar, se arrancó el padrastro y un pedacito de piel. Suele suceder, ¿no? Uno se quiere arrancar un padrastro y se termina arrancando más de lo que pretendía, o se le enganchan en algo y te los rebanás inesperadamente. No es que duela horrible, pero molesta andar con una capa de piel menos, usualmente arde. A Ramón nunca le había pasado, y le molestaba bastante. En ese momento se acordó de ese dicho o creencia popular que dice que un dolor quita otro dolor, entonces, para quitarse la molestia del padrastro, decidió arrancarse otro padrastro de un dedo de la otra mano. Agarró uno que estaba medio largo del índice de la mano izquierda y se lo arrancó, sacándose un pedacito de piel más grande que el que se había sacado en la otra mano. Ese “pedacito” llegó casi hasta la primera falange de su índice… obviamente ahora lo que más le jorobaba era eso, ya ni se acordaba de la molestia del otro padrastro.

Pero eso fue sólo el primer eslabón de una trágica cadena, todo en base a esa estúpida premisa de “un dolor quita otro dolor”. Ahora, para quitarse el dolor del segundo padrastro, se arrancó otro padrastro más, esta vez del dedo mayor y casi hasta la segunda falange. Se había dejado un huequito bastante largo. El tema de los padrastros estaba desesperando a Ramón. Con furia, fue hasta la cocina, tomo un cuchillo no muy grande y se empezó a rebanar todos los padrastros de todos los dedos a lo loco, sin pensar, sin mirar. Los dedos le habían quedado arruinados, todos ensangrentados y con zanjas algo profundas abajo de las uñas. La mano izquierda era la que había quedado peor, le dolían mucho todos los dedos. Siguiendo la regla, ¿Qué podría doler más que tener los dedos todos cortados? ¡No tenerlos! Ramón tiró el cuchillo chico, agarró el de carnicero y de un golpe secó se cortó todos los dedos de la mano izquierda menos el pulgar a la altura de la segunda falange. Aquello sangraba a borbotones, pero al menos los padrastros ya no dolían, ahora dolía haberse rebanado en seco y sin anestesia todos los dedos de una mano. Ramón corrió gritando por la casa, hasta que se topó con la trituradora de papel. Se paró a razonar, fue de lo micro a lo macro: peor que dolor en los dedos… ¡Dolor en toda la mano! Ramón prendió el triturador y metió la mano sin pensarlo dos veces. Cuando sintió que llegaba a la muñeca, retiró el brazo: ya no había mano izquierda. Seguía doliendo como la peor de las torturas, así que Ramón, siguiendo su premisa y yendo de menor a mayor, corrió hasta el garaje, buscó muy rápido la sierra eléctrica y la sacó como pudo con una mano. Pesaba un montón, y cuando cayó desde la estantería le aplastó el pie derecho. Ramón, dolorido y con dificultad, puso en marcha la sierra, y para dar fin a su dolor por haber perdido la mano, simplemente se rebanó el brazo entero: adiós brazo izquierdo. El pie seguía doliendo por la caída de la motosierra… ¡No hay problema! Ramón se rebanó la mitad de la pierna con su moto sierra. La locura de Ramón, a esa altura, ya era incontrolable; seguía totalmente apegado a esa ridícula regla de oro que al principio lo llevó nada más que a sacarse otro padrastro, hasta llegar a ahora, que estaba mutilado. Siéndole fiel a tal regla pues, era evidente que para quitarse el dolor de haberse amputado sin anestesia media pierna, debía sufrir un dolor aún mayor: amputarse toda la pierna o bien ambas piernas. Tirado en el suelo desangrándose, tomó nuevamente la sierra pero no logró su objetivo. Cuando estaba a punto de rebanarse las piernas, el dolor le ganó y dejó caer la moto sierra, que, aún encendida, le golpeó el abdomen y cayó al piso. La máquina le había abierto a Ramón un tajo enorme en el vientre: estaba más dolorido que nunca y la sangre no paraba de salir. Medio mareado por el hecho de estar perdiendo tanta sangre, hizo su mayor esfuerzo para pararse, lo cual tal vez no sería tan difícil sino careciera de un brazo y una pierna. Se agarró de todo lo que tenía alrededor para ayudarse, hasta tiró abajo una estantería entera llena de cachivaches antes de tener éxito. Una vez parado se puso a pensar: ¿Qué dolor podría sustituir al dolor de este cuerpo tan destrozado? Ya tenía el vientre abierto, ¿tal vez abrirse el pecho? No, algo más fuerte, algo que superara todos los dolores.

Decapitarse.

Parecía una locura, pero a esta altura, sinceramente, ¿qué importaba? Parecía la solución. Ramón olvidó el dolor por un momento y se puso a pensar. No tardo mucho, en seguida vio las puertas del garaje, unas puertas enormes de metal, muy pesadas. Se acordó del ruido que hacían cada vez que el viento las cerraba de golpe, parecía un terremoto aquello; se acordó de la vez en que su sobrino se apretó los dedos en las bisagras una vez que la puerta se cerró sola, le quedaron destrozados. Aprovechando el viento de esa tarde otoñal, avanzó hacia las puertas del garaje y abrió una, la otra no. Puso la cabeza a la altura del cuello en el filo de la puerta que había dejado sin abrir, y solamente esperó a que el viento hiciera su trabajo. La puerta se cerró con un estruendo inmenso, pero no rebanó en seco el cuello de Ramón: lo estranguló y de a poco se fue desprendiendo. Su cuerpo mutilado cayó al piso del lado de adentro del garaje; la cabeza cayó al suelo y rodó del lado de afuera. Pero Ramón seguía vivo, sólo su cabeza pero seguía vivo. Ya no había cuerpo, es decir que ya no había corazón, es decir que ya no había sangre. No había sangre que llegara al cerebro y la sensación de agonía era brutal. Aunque era inminente, Ramón, fiel a su ridícula regla de oro, decidió no hacer esperar a la muerte para así cortar con todo dolor. Con las pocas fuerzas que le quedaban en esa cabeza autónoma e independiente del resto del cuerpo, rodó hasta la calle, donde pasaban autos y ómnibus todo el tiempo, esperó a que pasara el 144 ciudadela y se tiró debajo de las ruedas del vehículo. Ni siquiera lo vieron, el ómnibus lo aplastó, la cabeza estalló en mil pedazos y la calle quedo teñida de rojo.

Desde una pequeña molestia, un pequeño ardor, hasta la muerte. Un pequeño dolor es disfrazado por otro más grande, y así sucesivamente.

En Paz

Iba cayendo la noche.
Era verano, la brisa era suave pero calurosa, agradable en fin.
Algunos niños jugaban a la pelota en la calle, uno corría detrás de su perro, otros tantos se subían a un árbol. En la esquina había unos cuantos jugando a la escondida.
La luna y las estrellas ya se hacían notar, y los vecinos, cansados después del día de trabajo, se sentaban en los porches o las puertas de las casas a descansar un poco y hablar entre ellos, sin hacer entrar a los niños. 
Una pareja adolescente se besaba bajo un árbol, y de lejos algunos de los niños que por allí andaban, miraban con curiosidad entre risitas. 
Las copas de los árboles apenas bailaban, se mecían muy suave y lentamente, como rebotando delicadamente entre la vigilia y el sueño.
Una agradablísima tarde de verano en un barrio tranquilo.

De repente y sin aviso, el viejo Felipe se asomó afuera dando un portazo y gritando sobresaltó a todo el barrio:
- ¡¿PERO QUÉ ES TODA ESTA DICHA, ESTA FELICIDAD, TRANQUILIDAD Y JOVIALIDAD?! ¡¿ES QUE UNO YA NI SIQUIERA SE PUEDE SUICIDAR EN PAZ EN ESTE BARRIO??! 

No tengo a nadie con quien hablar

Hacía días que Esteban andaba bastante triste. La noche no ayudaba. Llegó a su casa un poco tarde, sus padres dormían hacía ya un rato. Entró a su cuarto todo lleno de cosas, como siempre, y se sentó en frente a la computadora. Menos la de su cuarto, todas las luces de la casa estaban apagadas, sólo él estaba despierto. Apoyó los codos en la mesa frente al teclado y dejó caer la cabeza sobre las manos. Después de un suspiro premeditado dijo:
-          Con lo triste que estoy, y no tengo nadie con quien hablar.
Lo dijo en voz muy baja, como murmurando, un poco más bajo y se hubiera quedado en su cabeza. Pero esas palabras pronunciadas tan así, como queriendo revertirse a sí mismas, fueron más que suficientes. Los cerca de 100 libros en una estantería detrás de él comenzaron:
-          ¿¿Que no hay nadie para hablar?? – gritaban indignados- ¡No tenés a nadie porque no querés nene, acá estamos nosotros, hace como 10 años ya y no nos abrís nunca! ¡En esta estantería ya hay más polvo que papel!
-          ¡La última vez que nos tocaste fue a los 13 años cuando se te ocurrió buscar qué carajo significaba clítoris porque lo oías todo el tiempo en el liceo! – gritó enojadísimo el diccionario-
Y así de enojados, los libros, entre gritos, gruñidos y reproches hacia su dueño, se tiraron todos juntos a una hoguera iniciada por ellos mismos, incinerándose y consumiéndose rápidamente así casi 100 libros distintos. Todo esto fue casi un segundo, Esteban no tuvo tiempo de reaccionar porque su Nintendo 64 ya le estaba hablando:
-          ¡Nadie con quien hablar! ¡Pero por favor! ¡Años hace que estoy acá metido al lado de la tele juntando polvo esperando a que se te dé por jugar otra vez, como hacías antes, que todos los benditos días pasabas lo menos cinco horas embobado con el Mario y esos juegos! ¡Ahora te pasas todo el día afuera con los pelotudos de tus amigos empedándote y hablando estupideces! ¡¡Yo sí que no tengo con quién hablar!!
Acto seguido, parecido a los libros, el Nintendo, con todos sus cables, sus juegos, sus joysticks y demás accesorios, se arrojó de cabeza hacia el piso y al estrellarse se rompió en miles de pedacitos, como si estuviera hecho de cristal. Sus instrumentos musicales siguieron:
-          ¿Así que el señor no tiene nadie para hablar? ¡Nos podrías hacer sonar de vez en cuando! ¿no? ¡Ochenta y ocho teclas tengo! ¡¡¡OCHENTA Y OCHO!!! ¡Y ni siquiera sin querer me has tocado! – gritaba el piano-
-          No sé para que querías 22 trastes, llave de 5 posiciones y microafinación, ¡si nunca fuiste siquiera capaz de tocar un tema entero! – se quejaba la guitarra-
-          Y pensar que tu profesor dijo que ibas a ser un buen músico conmigo… ¡Pero claro! Eso fue hace años ya… - se sumó la harmónica-
En seguida de haber terminado de hablar los instrumentos se abalanzaron unos sobre otros tan rápidamente que al colisionar, se rompieron automáticamente, de una manera tan violenta que aquello pareció una explosión; volaron teclas, cuerdas, mucha madera, pedacitos de metal y cables. Esteban ya no sabía para donde mirar. El cuarto entero, todas las cosas que habían en él se estaban revelando en su contra, y luego procedían a cometer una especie de suicidio, como los libros, como el Nintendo, como los instrumentos. En fin, como todo, aquello era un caos total.
-          ¡Todo el día acá metidos sin movernos! ¡Lo menos hace 10 años que ni siquiera nos mirás! ¿A vos te parece que podés quejarte de que no tenés nadie con quien hablar? ¿Y nosotros qué somos? ¿Objetos inanimados acaso? –gritaron todos juntos sus juguetes de la infancia, que posteriormente iniciaron otra hoguera y se mataron todos juntos-
-          No puedo creer lo que escucho –decía toda la computadora, los parlantes, el teclado, el mouse, el monitor, etc.- ¡Bien que nos has usado todos estos años para jugar juegos estúpidos, bajar información sobre idioteces en páginas sin sentido y para hacer otras cosas que ni quiero mencionar! ¡Todo eso en vez de conocer más gente! ¡Vos no tenés con quien hablar de tarado que sos nomás!
Y ahí nomás se tiro al piso todo el equipo, incluidas la impresora y la cámara web.
-          Ya quisiéramos nosotros hablar con alguien, del mal olor que tenés. – dijeron sus desodorantes y perfumes que al instante se tiraron al piso-
-          No sé si hablar, pero yo quisiera ver un poco de calle, ya que todos pedimos algo… -dijo la bici de Esteban, que hacía ya tres años que no usaba, seguidamente desarmándose sola, como si todas las tuercas y todos los tornillos se hubieran aflojado de repente-
-          ¡No hablás con nadie de antipático que sos nomás, pendejo! ¡Cada vez que me mirás parece que una fuera transparente! ¡Siempre ves lo que esta atrás mío, pero claro, a mí no! – Gritaban las ventanas de su cuarto, que estallaron en pedazos luego del discurso-
-          Si me prendieras de vez en cuando podría hablar con vos, pero parece que no valgo nada por acá… -dijo la radio vieja de Esteban, justo antes de explotar-
-          Si ya no me usabas cuando tenías al Nintendo, ahora ni me quiero imaginar –dijo la televisión, que se tiró y agrandó la pila de restos que formaba el Nintendo con todos sus accesorios-
-          No me sorprende que nadie te quiera hablar. Creo que todos los que estamos acá alguna vez nos sentimos usados por vos, como si no valiéramos nada o fuéramos sólo objetos – dijeron los vasos que estaban en la mesa de la computadora de Esteban, que también se tiraron al piso-
La cosa ya era indescriptible. El cuarto rápidamente se convertía en un cementerio de cosas usadas, de cosas olvidadas, de cosas que pudieron haber sido mucho más útiles pero no soportaron a un propietario tan negligente, tanto así que se suicidaron. Como si todas las personas conocieran el día de su muerte y asistieran dicho día todas al mismo cementerio a caer muertas una tras otra, independientemente del espacio o de las tumbas con las que contara el cementerio en cuestión.
Los muebles, la ropa, los pósters, los cuadros, el ventilador, la lámpara, el celular, el mp3, el repelente para mosquitos, el colchón que estaba guardado por si alguien se quedaba a dormir, el colchón en el que dormía Esteban, la cama, el reloj de pared, el reloj de pulsera, los enchufes, absolutamente todo casi a la misma vez reprochándole a Esteban sus palabras y suicidándose. Y es que, sinceramente, ¿Qué puede ser peor para un objeto que ser tratado como algo inexistente, algo inanimado? ¿Cómo que no hay nadie para hablar? ¿Para qué están desde hace tantos años siempre en el mismo lugar todas estas cosas alrededor tuyo, Esteban?
Esteban ya no sabía qué hacer, estaba desesperado, tanto que casi se había olvidado de lo que había dicho y de por qué estaba triste. Despertados por el ruido de las cosas rompiéndose, los padres y la hermana de Esteban entraron en su cuarto. Esteban se sintió aliviado, pero sus familiares, en vez de ayudar de alguna manera con lo que estaba sucediendo, miraron a Esteban, como si nada estuviera pasando a su alrededor y le dijeron, muy enojados:
-          Así que no tenés con quién hablar, ¿no? ¿Para qué somos tus padres nosotros? –comenzó su padre-
-          ¡Nos ignorás porque querés! ¡Siempre estuvimos acá para vos! –continuó su madre-
-          ¡Parece que para vos, “alguien con quién hablar” significa exclusivamente alguno de los estúpidos de tus amigos o de las putas de tus amigas! ¡Nosotros estamos pintados! –concluyó su hermana-
Acto seguido, y sin dejar de mirar mal a Esteban, su madre, su padre y su hermana sufrieron una repentina combustión espontánea y quedaron reducidos a cenizas en tan solo unos instantes. Todo pasaba tan rápido que Esteban no tenía tiempo siquiera de preguntarse por qué; todo era tan repentino que no se pudo parar a pensar que se estaba quedando sin cuarto y ahora se había quedado sin familia. Cuando parecía que ya no podía romperse más nada, se escucharon más voces:
-          ¿Y nosotras qué? Toda la vida teniéndote seguro, protegiéndote de todo, ¿y así nos pagás? – protestaban las paredes- ¡Siempre estuvimos acá y nunca nos diste bola! ¡Ni un “buenos días” o “cómo andan” o “quieren que les traiga un café”! ¡NADA! ¡Hablarte a vos debe ser como hablarle a un muro, totalmente al pedo!
A esta altura lo que viene ya es obvio, ¿no? Todas las paredes, no sólo las del cuarto sino también las de toda la casa se derrumbaron al mismo tiempo, transformándose en arena. Esta vez Esteban tuvo tiempo para reaccionar y corrió para evitar lo evidente: sin paredes, el techo se le caía encima. Le dio el tiempo para llegar a la calle y ver como se hacía arena contra el piso, o más bien contra los restos de la casa que yacían en el piso. Todavía totalmente anonadado y contemplando su ex casa, se dio vuelta sin saber qué hacer. Pero antes de que pudiera pensar, las voces volvieron:
-          Claro, ¿y nosotros qué? ¡Si no fuera por el puto oxígeno que largamos todos los días no podrías respirar y te morirías! ¡Y ahí si no podrías hablar con nadie! ¡Ya nos vendría bien a nosotros una conversación! –gritaban enfadados los árboles señalando con sus ramas a Esteban-
-          Simplemente no puedo creer que una casa como esa se haya ido a la mierda por culpa de este imbécil… -decía una casa del barrio, indignada-
-          Había estado ahí por años… una buena casa sin duda –decía otra-.
-          ¡Reducida a nada por culpa de un ignorante! – se quejó otra casa-
-          ¡No lo puedo creer yo tampoco, sinceramente! –dijo la calle- ¡Tantos años sosteniendo a este idiota para que haga esto! ¡Si no fuera por mí ni siquiera podrías estar parado donde estás ahora! ¡Me niego a seguir dejando que me pises!
-          ¡Este tipo ni nos respeta ni nos necesita, según parece! ¡Vámonos a la mierda! –dijo un árbol-
Fue así que finalmente todo el barrio de Esteban, la calle, los árboles, las casas, la vereda, el cielo, las estrellas y todo el mundo que el muchacho tenía bajo sus pies, simplemente se cayó, se marchó como tragado por un agujero negro que dejó a Esteban solo, suspendido en el vacío.
-          Hablar con alguien, hablar con alguien… sólo ejercitar la boca ¿no? Claro, ¡el resto del cuerpo que se joda! ¡Si total sólo preciso la boca para hablar! –protestaba el cuerpo de Esteban, todo a excepción de su boca claro-  
Y finalmente, el cuerpo de Esteban desapareció, se volvió ceniza que cayó al vacío. Solo quedó su boca, con los dientes, la lengua, el paladar y los labios. Nada más. Dientes, lengua, paladar, labios, suspendidos en el más infinito vacío de los infinitos vacíos. Infinitamente oscuro y solitario.
Ahora sí.
Ahora sí que no había nadie con quien hablar.